Digamos que fue un fogonazo, la chispa de una llama enana que con el tiempo y la ausencia ha ido acrecentando en mí la admiración por Román. Su pérdida me trajo su renacimiento; su adiós, una bienvenida con olor a limón, a cigarrillo de cantina, a barba de filibustero, a clavel reventón, de esos que se asientan traicioneros en bocas asombradas, como la mía cada vez que me sumerjo en sus libros y se me escapa una risa saltarina imposible de atrapar, como su inmenso genio. No, no exagero un ápice. Los hombres de su calaña tienden a dejarte una huella invisible en el alma, fruncida a base de melancolías pasajeras.
Hablo desde el conocimiento mínimo porque mi encuentro con Román Ledo se caracterizó por su intensa brevedad. Por aquel tiempo yo andaba calzada de chulería, aupada en la vanidad propia de las que comienzan su andadura literaria, mirando a cada rato por encima del hombro ajeno, elaborando discursos literarios de postín, que desprendían un aroma caduco, a bola de naftalina. “A mí hábleme usted de Dostoyevski para arriba”, pensaba torera. Mi sentimiento literario viajaba en el transiberiano y lo peor del caso es que no tenía más parada que la estupidez mayúscula, precisamente en el domicilio de una servidora.
Pero al toparme con José Antonio toda aquella pose se vino abajo. Y no pude sino rendirme ante sus encantos, a ese no sé qué que hacía que todo se detuviese para escuchar su voz de lince viejo. Comprendí entonces que estaba frente a un escritor de categoría y los Chejov y Dostoyevskis le hicieron sitio en el salón de mi pensamiento, y comenzaron a hablar un sueco de andar por casa, tuteándose ya desde el inicio.
Luego compartimos vino y longaniza en Berrueco, donde las estrellas extienden un manto insensato y tan negro como el destino de los necios. Al abandonar nuestro refugio, Román me tendió un ejemplar de Barataria; en su interior hallé una reseña de mi primer libro y allí me bautizaba como “la pasión temprana”. Sentí una mezcla de estupor y satisfacción, porque de todos era conocido la antipatía que le producían las novelas históricas y la mía aún siendo tan personal, no dejaba de pertenecer al género. En casa mordí el halago, con fuerza, lo mismo que si entre mis dientes tuviese a la propia Sicilia. Hoy descansa en mi escritorio, a mano izquierda, la única que puedo utilizar con dignidad. Tiempo más tarde, Román acompañado por su gran amigo Javier Aguirre y el Hermes de las letras, Amadeo Cobas, protagonizaron un intento fallido de secuestro, al que la que les escribe opuso una resistencia teatral, como la actriz que nunca he dejado de ser. Fumaba Román despacio mientras los demás reíamos a causa de uno de sus comentarios Y soplaba el viento en Huesca, la ciudad que lo vio nacer, un latigazo invisible que parecía fustigar su paso por este mundo. Nos despedimos como si tal cosa, con mucha chanza festivalera y la promesa firme de un nuevo encuentro que no se produjo porque la Pepa se lo llevo consigo más tarde, una primavera tan hermosa como despiadada. Y más tarde aún asistí a su homenaje, y me emocioné con sus amigos, con su familia, con la gente que quiso acompañar su hasta luego. Porque estoy convencida de que sólo es eso, un bye, bye, señores, pídanme un vino blanco que ahora vuelvo.
La muerte es muy suya y a veces no le gusta hablar ni de Dostoyevski ni de Román Ledo.
Enhorabuena.
ResponderEliminarMe alegra saber que Román ya tiene un rinconcito en el espacio sideral. Seguro que muy pronto se llena la cantina de parroquianos. Por si acaso yo ya voy pidiéndole al camarero invisible una copa de vino blanco , Somontano, of course.
Saludos de niebla