PERFIL DEL AUTOR
Invocábamos ayer, como quien dice, a un puñado de escritores oscenses. Bastantes, de mérito, con un lugar en los anaqueles y en los manuales, y vivos, con brioso porvenir. Seguramente nos hemos olvidado alguno, pero entre los olvidados está uno de palpitante actualidad como José Antonio Román Ledo (Huesca, 1943), que acaba de publicar en Huerga & Fierro el volumen “Repertorio de engaños”, una colección de relatos de trasfondo surrealista con su tamiz esperpéntico y expresionista, y un lenguaje rebuscado en ocasiones, elaborado, arcaizante, recuperador de vocablos que se han quedado arrumbados en la prosa, en las ficciones y en los copiosos diccionarios de antaño.
Características comunes a todos los relatos son el humor, su sentido libresco (trascendido de inmediato: la cultura o la erudición es un camino hacia la vida), la variedad de paisajes y países y asuntos (lo mismo aparece la botella de anís del mono que Robert Taylor en “Caravana de mujeres” con la correspondiente alusión a Plan, Darwin o una soprano enigmática), y un concepto del cuento que rebosa clasicismo. Todos los cuentos, que arrancan de una frase o de una entrada concreta en una enciclopedia (“cada frase genera una idea”, señala el autor), están concebidos según el canon de conflicto, nudo y desenlace, o de principio, “medio” o “mitad” y fin “claro e inesperado”. Hay un homenaje explícito a Huesca y al Pirineo en su libro, prologado por Luis del Val, en el uso de topónimos oscenses o de pueblos del Alto Aragón que ya han desaparecido: Barbusa, Urbán, Sulupuico o Búbal, entre otros.
Un encuentro con José Antonio Román Ledo puede deparar gratísimas sorpresas. Por ejemplo, no sabíamos que había nacido en Huesca, de ahí nuestro olvido, muy cerca del parque. Su padre era funcionario de Correos, y la familia vivió en esta capital hasta 1950. Román Ledo, que es su nombre literario, tiene tres hermanos: Mari Luz, ya finada, Santiago y Carmen, que son profesores y que fueron sus iniciadores en el mundo de las letras. Vivió una infancia de niño enfermo de bronquitis crónica, y en esa época se dio un atracón de lecturas: prospectos farmacológicos, cajas de cerillas, hojas de galletas Artiach, con un personaje de cómic como Chiquilín, y los autores clásicos: Julio Verne y Emilio Salgari, pero también devoraba tebeos. Una de sus primeras bibliotecas fue la llamada “casita de Blancanieves”, en el parque, muy cerca de las pajaritas de Ramón Acín. Y tenía una abuela que le arrojaba cuentos clásicos en su cerebro como un sortilegio con personajes irrepetibles.
Esa experiencia le lleva a decir: “Me encanta contar historias y que me las cuenten. Yo tuve una abuela que me contaba historias sin cesar. La tradición oral es eterna”. Reconoce como referencias a Cervantes, el maestro de cajas chinas, o de cuento dentro del cuento dentro del cuento, Julio Cortázar, Augusto Monterroso, el primer Cela, Valle-Inclán, Poe, Lovecraft, el “Mendoza más divertido” y Francisco de Quevedo. Lo más curioso es que este libro se ha desgajado de un proyecto totalizador de más de 600 páginas, “El Encyclopaedion”, que narra la historia de seis personajes que se refugian en una bodega vinícola en el Moncayo –del cual el narrador ha escrito una guía para Júcar-, ante la inminente amenaza de ataque nuclear, y se entretienen contando historias, un total de 120 cuentos. Quizá por ello, Román Ledo (autor del volumen “La serpiente multicolor” (IFC, 1999), declare “letraherido que no escribe libros sensatos”.
2. ENTREVISTA
José Antonio Román Ledo (Huesca, 1943) es narrador, poeta y viajero. Autor de “La serpiente multicolor”, publicó en Huerga & Fierro su libro más ambicioso: “Repertorio de engaños”, 20 cuentos surrealistas, preñados de humor, invención, y variedad de épocas, ciudades y asuntos.
TITULARES:
1. “Soy un letraherido que no escribe libros sensatos”
2. “El ámbito del lenguaje no puede
ser el de la telebasura”
-¿Cuál es el origen de “Repertorio de engaños”?
-Un proyecto mucho más extenso, “El Encyclopaedion”, una especie de “Decamerón” con 120 cuentos que narran una serie de personajes refugiados en una bodega vinaria del Moncayo. Esos cuentos parten de un pie forzado, de un par de líneas de una entrada de texto, que es el pretexto, el preargumento, para redactar un relato. Ese proyecto tiene alrededor de 600 páginas y de él he desgajado estas veinte piezas a partir de un pequeño ardid: el diálogo entre Sole y su abuelo, lector de enciclopedias.
-Pero, ¿cabe hablar de una idea unitaria del conjunto?
-Sería esta: para sobrevivir necesitamos engañarnos. Fabrico un cuento a partir de una línea, de una voz, de una anécdota. Y además no quiero perder mi raíz: si algo valoro es el sentido universal de lo aragonés.
-Hablemos de la atmósfera: esa inclinación surrealista, como dice el prologuista Luis del Val, el gusto por el esperpento, la presencia del humor...
-Me sale así. Hay muchas referencias y huellas en mi obra: soy un admirador de Valle-Inclán, del primer Cela, de Cortázar y Monterroso, de Eduardo Mendoza y de Quevedo. Del cuento dentro del cuento de Cervantes. Y de mucha más gente, como Poe o Lovecraft, que tienen un gran sentido del humor, aunque sea macabro. Este es un libro desaforado adrede: me gusta provocar, y a la vez intento normalizar las situaciones cotidianas. No quiero angustiar ni zozobrar, si acaso suscitar una reflexión a largo plazo. Somos poca cosa. Ojalá a veces fuésemos monos: son más solidarios, no se autodestruyen, se respetan más que nosotros, parecen más civilizados.
-Ha hablado de provocar un poco. ¿Su lenguaje arcaizante, barroco en ocasiones, infrecuente, no es también una provocación?
-Desde luego. Creo que en el lenguaje estamos llegando a unas cotas de pobreza bestial. Estoy harto de leer textos de autores que escriben como hablan. Eso nos va a llevar a la anemia lingüística. Acabo de oír hablar a unas jóvenes ecuatorianas: el léxico sudamericano es pura música. Mi lenguaje es aparentemente arcaizante: soy recuperador de términos en desuso. El ámbito del lenguaje no puede ser el de la telebasura. ¿Le digo una cosa?
-Por favor...
-El estilo se depura con el tiempo. Y yo también estoy en ese camino. A mí me encanta contar historias y que me las cuenten. Yo tuve, como suele decirse, una abuela que me contaba historias. La tradición oral es eterna. Ahora, con el calor, vengo a trabajar en autobús, y me saldrían ocho cuentos por día si tuviese tiempo de hacerlos.
-Otra característica de su libro es el cosmopolitismo, la diversidad de ubicaciones, ciudades, épocas...
-No quiero decir que he viajado mucho, aunque algo lo he hecho. Pero fíjese en Julio Verne. La clave es si tú tienes tu propio Macondo. Y mi Macondo particular es Quimpabán, un lugar imaginario que toma su nombre de un término agrícola, rústico, de Bulbuente. Y ese lugar tiene hasta una Banda de Viento. También me preocupa la variedad de temas: aquí se habla del anís del mono, de sopranos, de Robert Taylor y “Caravana de mujeres”, de Charles Darwin, de animales, de antropofagia, de la antigua Grecia...
-¿Cuál es su concepto del cuento?
-Para mí el modelo de estudioso y escritor de cuentos es el Enrique Anderson Imbert, que ha explicado a lo largo y a lo ancho la teoría y la estructura del cuento. Ha dicho que el anticuento es lo que se lleva cada vez más, que puede ser literatura, pero no es cuento.
-¿Dónde quiere ir a parar?
-Dejémonos de ambigüedades. Un texto sin conflicto, nudo y desenlace no es novela ni cuento tampoco, viene a decir. El cuento debe tener tensión narrativa. Hay un cuento de Anderson Imbert, “El leve Pedro”, donde narra la historia de un hombre que va perdiendo peso y al final se eleva por los aires. El cuento es un género cerrado, pero no es una cárcel, las palabras son libres e imaginativas, pero eso sí: hay que acotar acciones con sentido, a mí me gusta mucho el cuento realista al que luego se le suministra un golpe de efecto sin dejar de acatar la razón, hay que urdir tramas, crear personajes interesantes y bucear a tientas en la psicología también, y yo le pido al cuento que tenga su cronología: un principio, una mitad o intermedio y un fin.
-Es curioso esto que dice: sus cuentos son tremendamente librescos, metaliterarios, y en ese sentido muy contemporáneos...
-Es cierto. Me gusta la vida, pero me gusta la literatura tanto como la vida. Me siento letraherido desde niño, los folios en blanco han sido mi papel de cambio con los compañeros que tenían dificultades con las redacciones, aunque le confieso que no escribo libros sensatos.
-Usted fue uno de los asistentes a la creación de la Asociación de Escritores en Aragón en Daroca. ¿Cómo valora el encuentro y el posterior desarrollo?
-Muy positivamente. El mundo editorial presenta dificultades que invitan a asociarse, como hacen otros gremios. Me pareció muy bien: se dejaron al margen las dificultades que caracterizan este oficio. Allí nadie fue como novelista o como poeta ni de divino ni de nada. Se trataba de aparcar diferencias y de definir la sustancia de los problemas comunes que nos afectan para mejorarlos.
*Publicado en el Blog de Antón Castro
Invocábamos ayer, como quien dice, a un puñado de escritores oscenses. Bastantes, de mérito, con un lugar en los anaqueles y en los manuales, y vivos, con brioso porvenir. Seguramente nos hemos olvidado alguno, pero entre los olvidados está uno de palpitante actualidad como José Antonio Román Ledo (Huesca, 1943), que acaba de publicar en Huerga & Fierro el volumen “Repertorio de engaños”, una colección de relatos de trasfondo surrealista con su tamiz esperpéntico y expresionista, y un lenguaje rebuscado en ocasiones, elaborado, arcaizante, recuperador de vocablos que se han quedado arrumbados en la prosa, en las ficciones y en los copiosos diccionarios de antaño.
Características comunes a todos los relatos son el humor, su sentido libresco (trascendido de inmediato: la cultura o la erudición es un camino hacia la vida), la variedad de paisajes y países y asuntos (lo mismo aparece la botella de anís del mono que Robert Taylor en “Caravana de mujeres” con la correspondiente alusión a Plan, Darwin o una soprano enigmática), y un concepto del cuento que rebosa clasicismo. Todos los cuentos, que arrancan de una frase o de una entrada concreta en una enciclopedia (“cada frase genera una idea”, señala el autor), están concebidos según el canon de conflicto, nudo y desenlace, o de principio, “medio” o “mitad” y fin “claro e inesperado”. Hay un homenaje explícito a Huesca y al Pirineo en su libro, prologado por Luis del Val, en el uso de topónimos oscenses o de pueblos del Alto Aragón que ya han desaparecido: Barbusa, Urbán, Sulupuico o Búbal, entre otros.
Un encuentro con José Antonio Román Ledo puede deparar gratísimas sorpresas. Por ejemplo, no sabíamos que había nacido en Huesca, de ahí nuestro olvido, muy cerca del parque. Su padre era funcionario de Correos, y la familia vivió en esta capital hasta 1950. Román Ledo, que es su nombre literario, tiene tres hermanos: Mari Luz, ya finada, Santiago y Carmen, que son profesores y que fueron sus iniciadores en el mundo de las letras. Vivió una infancia de niño enfermo de bronquitis crónica, y en esa época se dio un atracón de lecturas: prospectos farmacológicos, cajas de cerillas, hojas de galletas Artiach, con un personaje de cómic como Chiquilín, y los autores clásicos: Julio Verne y Emilio Salgari, pero también devoraba tebeos. Una de sus primeras bibliotecas fue la llamada “casita de Blancanieves”, en el parque, muy cerca de las pajaritas de Ramón Acín. Y tenía una abuela que le arrojaba cuentos clásicos en su cerebro como un sortilegio con personajes irrepetibles.
Esa experiencia le lleva a decir: “Me encanta contar historias y que me las cuenten. Yo tuve una abuela que me contaba historias sin cesar. La tradición oral es eterna”. Reconoce como referencias a Cervantes, el maestro de cajas chinas, o de cuento dentro del cuento dentro del cuento, Julio Cortázar, Augusto Monterroso, el primer Cela, Valle-Inclán, Poe, Lovecraft, el “Mendoza más divertido” y Francisco de Quevedo. Lo más curioso es que este libro se ha desgajado de un proyecto totalizador de más de 600 páginas, “El Encyclopaedion”, que narra la historia de seis personajes que se refugian en una bodega vinícola en el Moncayo –del cual el narrador ha escrito una guía para Júcar-, ante la inminente amenaza de ataque nuclear, y se entretienen contando historias, un total de 120 cuentos. Quizá por ello, Román Ledo (autor del volumen “La serpiente multicolor” (IFC, 1999), declare “letraherido que no escribe libros sensatos”.
2. ENTREVISTA
José Antonio Román Ledo (Huesca, 1943) es narrador, poeta y viajero. Autor de “La serpiente multicolor”, publicó en Huerga & Fierro su libro más ambicioso: “Repertorio de engaños”, 20 cuentos surrealistas, preñados de humor, invención, y variedad de épocas, ciudades y asuntos.
TITULARES:
1. “Soy un letraherido que no escribe libros sensatos”
2. “El ámbito del lenguaje no puede
ser el de la telebasura”
-¿Cuál es el origen de “Repertorio de engaños”?
-Un proyecto mucho más extenso, “El Encyclopaedion”, una especie de “Decamerón” con 120 cuentos que narran una serie de personajes refugiados en una bodega vinaria del Moncayo. Esos cuentos parten de un pie forzado, de un par de líneas de una entrada de texto, que es el pretexto, el preargumento, para redactar un relato. Ese proyecto tiene alrededor de 600 páginas y de él he desgajado estas veinte piezas a partir de un pequeño ardid: el diálogo entre Sole y su abuelo, lector de enciclopedias.
-Pero, ¿cabe hablar de una idea unitaria del conjunto?
-Sería esta: para sobrevivir necesitamos engañarnos. Fabrico un cuento a partir de una línea, de una voz, de una anécdota. Y además no quiero perder mi raíz: si algo valoro es el sentido universal de lo aragonés.
-Hablemos de la atmósfera: esa inclinación surrealista, como dice el prologuista Luis del Val, el gusto por el esperpento, la presencia del humor...
-Me sale así. Hay muchas referencias y huellas en mi obra: soy un admirador de Valle-Inclán, del primer Cela, de Cortázar y Monterroso, de Eduardo Mendoza y de Quevedo. Del cuento dentro del cuento de Cervantes. Y de mucha más gente, como Poe o Lovecraft, que tienen un gran sentido del humor, aunque sea macabro. Este es un libro desaforado adrede: me gusta provocar, y a la vez intento normalizar las situaciones cotidianas. No quiero angustiar ni zozobrar, si acaso suscitar una reflexión a largo plazo. Somos poca cosa. Ojalá a veces fuésemos monos: son más solidarios, no se autodestruyen, se respetan más que nosotros, parecen más civilizados.
-Ha hablado de provocar un poco. ¿Su lenguaje arcaizante, barroco en ocasiones, infrecuente, no es también una provocación?
-Desde luego. Creo que en el lenguaje estamos llegando a unas cotas de pobreza bestial. Estoy harto de leer textos de autores que escriben como hablan. Eso nos va a llevar a la anemia lingüística. Acabo de oír hablar a unas jóvenes ecuatorianas: el léxico sudamericano es pura música. Mi lenguaje es aparentemente arcaizante: soy recuperador de términos en desuso. El ámbito del lenguaje no puede ser el de la telebasura. ¿Le digo una cosa?
-Por favor...
-El estilo se depura con el tiempo. Y yo también estoy en ese camino. A mí me encanta contar historias y que me las cuenten. Yo tuve, como suele decirse, una abuela que me contaba historias. La tradición oral es eterna. Ahora, con el calor, vengo a trabajar en autobús, y me saldrían ocho cuentos por día si tuviese tiempo de hacerlos.
-Otra característica de su libro es el cosmopolitismo, la diversidad de ubicaciones, ciudades, épocas...
-No quiero decir que he viajado mucho, aunque algo lo he hecho. Pero fíjese en Julio Verne. La clave es si tú tienes tu propio Macondo. Y mi Macondo particular es Quimpabán, un lugar imaginario que toma su nombre de un término agrícola, rústico, de Bulbuente. Y ese lugar tiene hasta una Banda de Viento. También me preocupa la variedad de temas: aquí se habla del anís del mono, de sopranos, de Robert Taylor y “Caravana de mujeres”, de Charles Darwin, de animales, de antropofagia, de la antigua Grecia...
-¿Cuál es su concepto del cuento?
-Para mí el modelo de estudioso y escritor de cuentos es el Enrique Anderson Imbert, que ha explicado a lo largo y a lo ancho la teoría y la estructura del cuento. Ha dicho que el anticuento es lo que se lleva cada vez más, que puede ser literatura, pero no es cuento.
-¿Dónde quiere ir a parar?
-Dejémonos de ambigüedades. Un texto sin conflicto, nudo y desenlace no es novela ni cuento tampoco, viene a decir. El cuento debe tener tensión narrativa. Hay un cuento de Anderson Imbert, “El leve Pedro”, donde narra la historia de un hombre que va perdiendo peso y al final se eleva por los aires. El cuento es un género cerrado, pero no es una cárcel, las palabras son libres e imaginativas, pero eso sí: hay que acotar acciones con sentido, a mí me gusta mucho el cuento realista al que luego se le suministra un golpe de efecto sin dejar de acatar la razón, hay que urdir tramas, crear personajes interesantes y bucear a tientas en la psicología también, y yo le pido al cuento que tenga su cronología: un principio, una mitad o intermedio y un fin.
-Es curioso esto que dice: sus cuentos son tremendamente librescos, metaliterarios, y en ese sentido muy contemporáneos...
-Es cierto. Me gusta la vida, pero me gusta la literatura tanto como la vida. Me siento letraherido desde niño, los folios en blanco han sido mi papel de cambio con los compañeros que tenían dificultades con las redacciones, aunque le confieso que no escribo libros sensatos.
-Usted fue uno de los asistentes a la creación de la Asociación de Escritores en Aragón en Daroca. ¿Cómo valora el encuentro y el posterior desarrollo?
-Muy positivamente. El mundo editorial presenta dificultades que invitan a asociarse, como hacen otros gremios. Me pareció muy bien: se dejaron al margen las dificultades que caracterizan este oficio. Allí nadie fue como novelista o como poeta ni de divino ni de nada. Se trataba de aparcar diferencias y de definir la sustancia de los problemas comunes que nos afectan para mejorarlos.
*Publicado en el Blog de Antón Castro
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