27 dic 2008

ROMÁN, EL PALABRISTA. Fernando Villacampa


por Fernando Villacampa (Profesor)

... Había una biopsia en sus palabras.
(De un poema juvenil de J.A. Román, publicado hacia 1965 en Cuaderna Vía, revista del Aula de Literatura dirigida por Joaquín Mateo).

No buscaba hacer literatura con la vida, sino vida con la literatura (¡y cómo duele hablar de él en pasado!).
O viceversa. Porque en él, literatura y vida se hacían sinónimos. Se refractaban, como en una infinita galería de espejos. Como en una partida de frontón que jugara consigo mismo, él iba de su corazón a sus asuntos, y de sus asuntos a las palabras, y de las palabras a su corazón...

Le gustaba jugar con el desconcierto de sus interlocutores, a los que nos podía parecer que estaba recreando la realidad a partir de la ficción, cuando lo que hacía -casi siempre- era presentarnos en formato de ficción personajes y hechos clonados de la más tangible realidad. El episodio del diluvio de sapos, al que ha hecho referencia en alguno de sus relatos, es rigurosamente histórico. Nos sobrevino a los cuatro viajeros -él, Ignacio Prat, Javier Albiñana y yo-, en alguna carretera de Castellón o de Teruel mientras tratábamos de arrancar con manivela el trallado Dyane 6 de Román, en el que regresábamos, en el verano del 67, de un homenaje a Miguel Hernández en el 25 aniversario de su muerte, en el cementerio de Alicante (homenaje, por supuesto, contundentemente desmantelado por los grises...).

Román fue un escritor tardío, pero un narrador temprano. No hay motivo de sorpresa en lo prolífico de su última etapa. Cuando se decidió a editar, no tuvo que hacer mucho más que recordar y organizar el magma de microrrelatos con los que, en forma oral, nos había ido entreteniendo e ilustrando a los que gozamos de su amistad desde muchos años atrás.
Es decir, que mucho antes que escritor había sido un gran hablador. Y un palabrista nato. Alguien a quien no le vale el primer sinónimo que salta a la lengua. Un explorador de modismos, un catador de sintagmas, un cazador de palabras. Sus armas cinegéticas eran, más que los diccionarios, el hondón de la memoria lingüística y la antena siempre dispuesta a captar la elocución de próximos, ajenos y viandantes en general.
–¿Un cigarrito?
–Gracias, no gasto.
Y sí que gastaba. Pero podía rechazar el ofrecimiento a cambio de darse el gusto de utilizar la 5ª acepción académica del verbo.

Escucharle era un placer igual de fértil, por lo menos, que leerle. Sus palabras eran poliédricas y universales, porque abarcaban el universo, su universo. Contenían el mundo. Lo contenían o lo desbordaban.
Sus palabras, cargadas unas veces de indignación, otras de benevolencia, otras de ternura, otras de ironía, podían ser saetas, mariposas, matasuegras. Palabras de su mundo, en el que nos acogía: Bulbuente, Quimpabám, Calacangrejos, Marilena. Las palabras de la tribu y de la tribuna. Palabras que eran a veces como el pan candeal, como la uva garnacha. Palabras transitivas, palabras para hablar de muchas cosas (compañero del alma...).

Había una biopsia en sus palabras.

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